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jueves, 25 de enero de 2018

José Emilio Pacheco: su poética de la catástrofe

                                                                   Alberto Julián Pérez ©

            Hay varios motivos para pensar que José Emilio Pacheco (México, 1939-2014) es uno de los poetas que mejor representa nuestra sensibilidad contemporánea. Superado ya el momento de mayor prestigio de las Vanguardias hispanoamericanas durante la primera mitad del siglo veinte, y de las Neo-vanguardias durante los sesenta, en las que el mismo José Emilio fue un joven protagonista (con sus primeros dos libros de poesía: Los elementos de la noche, 1963 y El reposo del fuego, 1966), y oscurecido el interés en la poesía social de los poetas que adherían al Realismo Socialista (dada la crisis política y virtual desaparición actual de la proyección cultural del campo socialista), el mundo de la poesía contemporánea ve desaparecer lentamente de su horizonte cultural esos modos de expresión que fueron momentos cumbres en su historia literaria.[1]
            Frente a este vacío cobran nuevo significado las poéticas “deconstructivas”, poéticas de la negación, como la de Nicanor Parra (Chile, 1914-2018) y Carlos Germán Belli (Perú, 1927-  ), por su habilidad crítica para dialogar con el pasado literario y cuestionar total o parcialmente su legitimidad (Pérez 189-209). Contemporáneamente la poesía no disfruta del prestigio y el liderazgo cultural que poseyó en la primera mitad del siglo veinte durante el auge de las Vanguardias, ni tiene el brillo que la caracterizó durante la década del sesenta, en que resurgió el interés en el Realismo Socialista, luego del triunfo de la Revolución Cubana en 1959 (Pérez 170-188).[2] Poetas que durante los años sesenta y setenta, eran considerados “decadentes” y pequeño-burgueses, como Parra y Belli, y el mismo José Emilio Pacheco, escritor pesimista y anticelebratorio, que desconfía del brillo lírico y manifiesta una sensibilidad nostálgica, resultan ser ahora los individuos necesarios que nos ofrecen una lectura relativista y escéptica del mundo en que vivimos, y nos ayudan a entender nuestras limitaciones (Doudoroff 146-7).[3]
             Nuestro planeta es cada vez más inhabitable. En lugar de encontrar la ansiada liberación, caminamos hacia el desastre (Pérez 268-80). José Emilio refleja esta problemática en su obra. Es un poeta fundamentalmente ético: indaga en la conducta del hombre, su manera de entenderse a sí mismo y a los otros seres animados e inanimados. Su meditación se integra a una rica tradición de poetas del mundo hispano que fueron también pensadores morales, entre los que tenemos que incluir a Quevedo, Sor Juana, Samaniego, Martí, Unamuno, Parra, Monterroso.... Los escritores miran hoy el pasado con sentido crítico. Los sucesos históricos han demostrado las limitaciones de muchos valores en los que creíamos y guiaban nuestra interpretación de la realidad.[4]
México es un país que posee una gran historia poética. Contó con grandes autores en los siglos XIX y XX: Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Amado Nervo, los poetas del grupo de la revista Contemporáneos, Octavio Paz, Gabriel Zaid, Homero Aridjis, Marco Antonio Montes de Oca, entre otros... Con esta tradición poética tuvo que “competir” Pacheco para encontrar su propia voz en la historia de la poesía mexicana (Hoeksema 81). Octavio Paz fue el escritor que más influyó en los escritores de su generación. Paz en su obra asoció el mundo onírico que proponía el Surrealismo al espacio mítico nacional mexicano. Desarrolló también una destacada labor como ensayista. Fue un intérprete esencial de la cultura de su país.
            Su poética revaluó el papel del hombre en su mundo nacional y, al mismo tiempo, extendió una mirada cosmopolita sobre la cultura. Abrió un camino poético nuevo. José Emilio Pacheco comenzó su carrera literaria bajo la égida de Paz. En sus primeros dos libros: Los elementos de la noche, 1963 y El reposo del fuego, 1966, demostró que era un poeta que estudiaba la historia de la lírica y estaba en proceso de maduración. Utilizó en sus poemas un lenguaje poético brillante, cargado de imágenes ricas. Designaba al mundo en su substrato mítico y metafísico: los elementos, el fuego, la noche, el tiempo... En ese mundo elevado, trascendente, el ser humano parecía un náufrago en medio de la grandeza cósmica.
            Pacheco asimiló primero la poética de Paz y luego creó su estilo, su voz propia. Vivió un proceso intelectual y artístico distinto al de los poetas de las generaciones anteriores: los vanguardistas y realistas socialistas. Estos se sintieron, por diversos motivos, poetas revolucionarios. Creyeron que tenían que iniciar la historia de la poesía otra vez desde cero y transformar radicalmente el género. Los vanguardistas lucharon contra la estética de los modernistas, los realistas socialistas contra el solipsismo y la negación del referente histórico explícito de las poéticas vanguardistas. Pacheco tuvo otra actitud ante el pasado: es un poeta incorporativo, que asimiló influencias poéticas, las elaboró y trató de integrarlas a su visión personal del mundo.    
Aquí conviene establecer diferencias entre Pacheco y las otras dos voces mayores de la poesía hispanoamericana “disidente” contemporánea: Nicanor Parra y Carlos Germán Belli, que ya mencioné. Parra, con su anti-poesía y sus “artefactos”, escribe composiciones buscadamente antigenéricas: su polémica es con la poesía como género, con el lenguaje poético especial y elevado. Parra no quiere una poesía lírica: desea una poesía prosaica, crítica, irónica, satírica. Rechaza la tradición poética con un criterio “moderno” racionalista. Transforma la negación en una praxis. Se puede hacer poesía a partir de la negación de la poesía. Su poesía es una exploración de las fronteras del género y del carácter ideológico de la modernidad. Sátira “moderna” contra la modernidad y parodia de la lírica. Parra establece una estética dialógica: escribir poesía es dialogar y, sobre todo, polemizar con otras poéticas. El poeta discute con otros poetas para ganar el alma de los lectores y demostrar su propio liderazgo poético.         
Parra polemiza casi desde fuera del género, experimentando con sus límites. Belli, trece años más joven que Parra, mira al género de otra manera. Muestra nostalgia por el pasado brillante de la lírica durante el Renacimiento y el Barroco. Su poesía se transforma en investigación y estudio del pasado poético. Busca restaurar el valor de figuras poéticas en desuso, como el hipérbaton. Belli es un poeta académico y secreto, que escribe para las minorías que leen y estudian poesía, pero no puede ser un poeta ignorado porque tiene una propuesta poética radical.
En la segunda mitad del siglo XX muchos poetas tomaron conciencia de las consecuencias que había tenido para el género el triunfo de las Vanguardias. Había llevado al abandono de una tradición poética de varios siglos, establecida en la Edad Media, desarrollada más plenamente durante el Renacimiento, y que se mantuvo viva y enriquecida hasta el Modernismo. ¿Cómo logramos que ese pasado poético nos siga hablando, cómo podemos recuperar la sensibilidad hacia su concepto de poesía? ¿Podemos escribir otra vez poesía con figuras y metros como lo hacían Sor Juana, Góngora, Quevedo, Darío? ¿O toda esa arquitectura poética es historia irrepetible? Pacheco parece haber sentido cierta nostalgia en su primer libro Los elementos de la noche, donde publica sonetos y poesía rimada, pero su práctica poética es mucho más mesurada y menos radical que la de Belli. Este último crea un lenguaje poético tan personal y barroco que dificulta la comprensión de los textos. Su poesía es una selva de figuras poéticas, el hipérbaton deforma la sintaxis del verso y, como en la poesía barroca, el juego con el lenguaje parece ser más importante que la búsqueda de sentido. Belli no se sitúa al margen la tradición poética, como hace Parra, sino que se ubica en un centro posible y lleva sus postulados hacia un extremo. Crea una poética del fragmento y la cita. Su lenguaje se vuelve oscuro, solipsista.
            Pacheco busca una opción distinta en su poesía: privilegia la claridad, la legibilidad, el referente. Escribe una poesía sobre el mundo, que respeta el pasado poético, sin intentar restaurarlo en su forma. ¿Qué es poesía?, podemos preguntarle. Poesía, respondería Pacheco, siguiendo en esto el sentido crítico de Borges, es la expresión del espíritu poético que está en los seres y en las cosas y sólo el poeta sabe ver (Borges, Obras completas 976). El poeta es el “hacedor” de la poesía griega. Pacheco cree en el espíritu de la cultura. Concibe al hombre como un ser agónico y contradictorio: mezcla de sabiduría e ignorancia, de lucidez y autoengaño, de amor y odio. No es una cosa o la otra: es una cosa y la otra. Angel y demonio. Santo y monstruo. En algunos poemas creemos que el poeta es un naturalista que mira a las especies con impasibilidad darwiniana, en otros un moralista que analiza la evolución del hombre, y en otros un filósofo que “enfoca” su atención en un problema o un objeto para comprender la belleza (El silencio de la luna 97).
            Busca la expresión simple, reflexiva, llana. En sus versos nos encontramos con imágenes sintéticas sorprendentes, impactantes, como en los “haikus” (es, yo creo, quien ha logrado mejor “hispanizar” el verso breve al estilo oriental) (Debicki 64-6). Su poesía no es prosaica, realista y cotidiana, como la de los llamados poetas “conversacionales”: Antonio Cisneros, Mario Benedetti, Roberto Fernández Retamar. Yo no lo considero un poeta conversacional (Gordon 264). La poesía de Pacheco es directa, desnuda de figuras (no cree en la expresión en sí y para sí, ni gusta de la imagen recargada). Da a sus fábulas un valor simbólico y alegórico. Quiere mostrarnos lo “poético” del mundo (del mundo “real” y del mundo mental). En su poesía trata cuestiones cotidianas y problemas morales. No habla de sectores sociales individualizados (sí lo hace en su prosa, en que critica a la burguesía consumista urbana).
            Su reflexión sobre la condición humana es amarga y original. Pacheco enfrenta al ser humano en su pequeñez, observándolo en circunstancias menudas. Lo ubica en su historia cotidiana y aún en su historia natural, como parte de un ciclo de vida, que incluye también a animales e insectos. El gato, la hormiga son fuentes de meditación para él. ¿Qué es lo que ve en ellos? Le interesa cómo se comportan, y lo que el hombre piensa sobre esos animales. El homocentrismo es  injusto, egocéntrico, basado en un mecanismo de autoprotección sicológica absurdo y risible, si lo entendemos desde el punto de vista de la naturaleza.
            En su poema “Los condenados de la tierra”, de Ciudad de la memoria, 1989, el poeta medita sobre el destino de una miserable chinche de hotel, un insecto que se alimenta de sangre. En la primera parte del poema describe el momento en que descubre a la chinche en la habitación. El lector quizá sienta asco y lo considere un tema poco poético de meditación. La chinche es un insecto pequeño, que el ojo humano raramente descubre; su existencia no preocupa a los pensadores “serios”. Pablo Neruda en sus bellas Odas elementales, 1954, había celebrado los utensilios y frutos que el hombre utiliza en su vida cotidiana, como el hilo, la papa o el tomate. Neruda elevaba su condición ante los lectores, porque nos hacían más fácil y agradable la vida. El hombre, para Neruda, era la medida de todas las cosas. Pacheco tiene una visión más escéptica del ser humano.
El poeta en el hotel mata a la chinche. Al aplastarla brota sangre y él comprende que es su propia sangre: la chinche lo había picado. El poeta transforma este suceso inesperado en una fábula moral. Está viendo su sangre, pero es él quien ha matado a la chinche. El insecto victimario se transforma en víctima. La fábula no concluye ahí: al final del poema Pacheco nos advierte que los seres humanos, tal como la chinche, somos a nuestra vez víctimas. La vida es un ciclo cruel, en el que destruimos para sobrevivir, y a nuestra vez somos destruidos. Matamos y nos matan. Comemos y nos comen. Dice el poema:

            París. En el hotel para inmigrantes
            descubro un raro insecto que jamás había visto.
            No es una cucaracha ni es pulga.
            Lo aplasto y brota sangre, mi propia sangre.

            Al fin me encuentro contigo,
            oh chinche universal de la miseria,
            enemiga del pobre, diminuto
            horror de infierno en vida,
            espejo de la usura.

            Y pese a todo
            te compadezco, hermana de sangre:
            no elegiste ser chinche ni venir a
                        inmolarte
            entre los condenados de la tierra. (56)

            Pacheco defiende el derecho de la chinche de tener un destino, como nosotros lo tenemos. La chinche es “enemiga del pobre”. No es libre para elegir, y termina siendo “inmolada”. Quien la inmola no tiene mucho más poder que ella: es un “condenado de la tierra”. La imagen es patética y al mismo tiempo graciosa, cómica, grotesca. Es la tragedia de la vida y la muerte en miniatura. Una tragedia con la que todos estamos familiarizados, pues quien más quien menos ha matado insectos en algún momento de su vida. La sociedad castiga los actos mayores de crueldad pero no los mínimos. Todos somos asesinos de insectos y consideramos el matarlos casi una broma. Los sentimos como nuestros enemigos. Desde un punto de vista estrictamente moral, sin embargo, al matar un insecto matamos un ser vivo, y nadie puede estar seguro si en el plan de la vida el insecto no es tan o más importante que nosotros, los seres humanos. Nuestro homocentrismo nos vuelve insensibles. El crimen de un ser humano nos causa horror, la muerte de un animal mucho menos y, si es un insecto, nada, hasta puede causar placer. Los actos humanos, vistos desde otra perspectiva, no parecen tan justificados. Muestran que el hombre es un animal cruel, quizá el más cruel, como creía Nietzsche, que explota y mata a los otros animales, y finalmente se autodestruye (Thus Spoke Zarathustra 12).
            Esta manera que tiene Pacheco de observar el mundo nos hace tomar conciencia de que la naturaleza no tiene por qué estar al servicio nuestro. Pacheco desrealiza nuestras convicciones y crea una conciencia ecológica en los lectores. La naturaleza está viva y dependemos de ella. Y la existencia del hombre en la tierra ha traído consecuencias desastrosas para la naturaleza. En un poema de su libro El silencio de la luna, 1994, titulado “Desechable” escribe: “Nuestro mundo se ha vuelto desechable”,/ dijo con amargura./ “Así, lo más notable/ en el planeta entero/ es que los hacedores de basura/ somos pasto sin fin del basurero”. (85)  El poeta vuelve la acción del poema sobre sí, los victimarios son también sus propias víctimas, creemos que destruimos el mundo pero al mismo tiempo nos destruimos a nosotros, porque somos parte integral de él.
            Pacheco no divide al mundo en buenos y malos, no es maniqueo. En su mundo todos somos inevitablemente malos por una especie de fatalidad natural. Aún aquello que consideramos más bello e inocente puede ser destructivo y moralmente condenable. Dice en “A largo plazo”: “Valiente en la medida de su maldad,/ la gota se arriesga/ a perforar la montaña/ en los próximos cien mil años.” (El silencio de la luna 82) Su visión contiene un sentido de extrañamiento, con el que el poeta juega. Observar lo pequeño que otros no observaban, una simple gota de agua, someterla a plazos no previstos, nos hace cambiar nuestra opinión sobre su poder y sobre el mundo natural. La gota parece poseer la misma fuerza de destrucción que tenemos los seres humanos. El mundo se vuelve el teatro del escarnio.
            Situaciones apocalípticas, como el gran terremoto que asoló a México en 1985, son materia de poesía y meditación para él. Le dedicó un libro entero: Miro la tierra, 1986. Dice en una de sus partes: “La tierra desconoce la piedad./ Sólo quiere/ prevalecer transformándose.” (126) El hombre es también parte del ciclo de destrucción y transformación, tan inocente, cruel y fatal como el terremoto. De pronto observa a un niño jugando con un hormiguero: hace con las hormigas lo mismo que había hecho el terremoto con los habitantes de la ciudad. Destruye el hormiguero. Esto, que resulta el final para el mundo organizado y socializado de las hormigas, para el niño fue solo un juego. El hombre es moralmente ciego, o pretende serlo, observa sólo lo que le interesa, ignora lo que no le conviene. Hace cualquier cosa para no cambiar la imagen que tiene de sí mismo, sentirse bueno y justo, y echarle la culpa de sus desventuras a los demás. Pacheco obliga al lector a observar lo que el hombre no quiere ver. El individuo es responsable de sus actos. Nuestra conducta cotidiana, a la damos poca importancia, resulta simbólica.
            Pacheco interpretó el sufrimiento colectivo que provocó el terremoto de 1985. Va también a hablar de esa otra catástrofe espiritual que amenazaba a la sociedad: la crisis del fin del siglo veinte, y el temor apocalíptico al milenio. El fin de siglo es uno de los momentos favoritos para medir los logros de la humanidad. La sociedad, supuestamente, debía avanzar hacia su perfección, pero el poeta no cree que esto haya sido así.
En el poema “Los vigesímicos” asume la voz plural de la gente de su siglo, para dialogar con los habitantes del siglo que viene. Dice el hablante del poema: “Tristes de quienes saben/ que caminan sin pausa hacia el abismo./ Sin duda hay esperanza/ para la humanidad./ Para nosotros en cambio/ no hay sino la certeza de que mañana/ seremos condenados:/ - el estúpido siglo veinte,/ primitivos, salvajes vigesímicos -/ con el mismo fervor con que abolimos/ a los decimonónicos autores...” (Ciudad de la memoria 30). Los seres humanos negamos a los otros, sentimos desazón y poco después renacen las esperanzas. La meditación de Pacheco sobre los valores coincide con el pesimismo finisecular de Nietzsche (Untimely Meditations 83-90). Imaginamos que vamos a hacer el bien y terminamos haciendo el mal. El siglo veinte no fue mejor que otros siglos en este sentido. Dice el poeta: “Red de agujeros nuestra herencia a ustedes,/ los pasajeros del veintiuno. El barco/ se hunde en la asfixia,/ ya no hay bosques, brilla/ el desierto en el mar de la codicia./ Llenamos de basura el mundo entero,/ envenenamos todo el aire, hicimos/ triunfar en el planeta la miseria./ Sobre todo matamos./ Nuestro siglo fue/ el siglo de la muerte.../ Y todos/ dijeron que mataban por el mañana.../ Bajo el nombre/ del Bien/ el Mal se impuso.” (33-34) Para el ser humano los valores son un subterfugio para justificar su codicia, su naturaleza implacable, su voluntad de poder. El poeta condena la ruindad moral del hombre y, al mismo tiempo, pide piedad para él. Dice: “Pidamos con Neruda/ piedad para este siglo.” (34)
            Las malas acciones son las que ocasionan las catástrofes. El poeta nos muestra una belleza terrible y trágica: no podemos escapar a nuestra naturaleza. Las teorías sociales, las guerras, las revoluciones nos introducen en nuevas etapas históricas, que reinician el ciclo de destrucción. La historia no avanza ni la sociedad evoluciona. Se repite. Nueva coincidencia entre Pacheco y el filósofo alemán del tiempo cíclico (Untimely Meditations 72-82). Coincidencia que no necesita ser voluntaria: tanto Pacheco como Nietzsche vivieron en la segunda mitad de sus siglos, y ambos, uno desde México, otro desde Alemania, reflexionaron sobre un pasado de ideologías monumentales que parecían amenazar la vida. De ahí el escepticismo, el gusto por el fragmento y la cita, su lucha contra las grandes narrativas de liberación que encubren tendencias totalitarias, ya sea el nazismo para Pacheco o la descripción dialéctica de la historia de Hegel para Nietzsche. A ambos los identifica igualmente la crítica: su tarea cultural es de demolición.
            Este es el tiempo en que le tocó vivir a Pacheco. Sobre él meditó en su poesía, en forma llana y directa, como en “Una defensa del anonimato”, Los trabajos del mar, 1983, o indirecta, en fábulas, como en “Caracol”, de Ciudad de la memoria, 1989, donde el feo molusco se identifica con su concha armónica, que lo sobrevive (Ballardini 111). En este último poema sobre el caracol mira con amor al mundo, y expresa su compasión hacia los otros seres vivos, tan creativos e indefensos como los seres humanos y los poetas. Dice: “Tú, como todos, eres lo que ocultas. Debajo/ del palacio tornasolado, flor calcárea del mar/ o ciudadela que en vano/ tratamos de fingir con nuestro arte,/ te escondes indefenso y abandonado,/ artífice o gusano: caracol/ para nosotros tus verdugos.” (2) El arte existe en la vida y es, como dice en el poema “Las ostras”, “atención enfocada” (El silencio de la luna 97).
            La subjetividad poética busca acercarse a los otros y no aislarse. En el poema “Una defensa del anonimato”, que subtitula “(Carta a George B. Moore para negarle una entrevista)”, dice: “...mi  ambición es ser leído y no “célebre”, que importa el texto y no el autor del texto....”, y luego: “No leemos a otros: nos leemos en ellos.” (74). Pacheco busca una comunicación poética íntima con el lector, es un poeta en “tono menor”. Escapa del verso brillante, o del hablante lírico grandilocuente. Prefiere, como Vallejo, ser un poeta de la condición humana. Busca “la palabra justa”. Su poesía, a través de los años, se ha decantado cada vez más.
            Pacheco posee un oficio poético consumado. Ha meditado cuidadosamente sobre la historia de la poesía. Por su forma de escribir, está más cerca de los modernistas y su búsqueda de perfección (los admiraba y organizó una bella antología de su poesía) que del espontaneísmo de los vanguardistas y el pragmatismo de los realistas socialistas. Es un poeta paciente, meticuloso, que corrige cada verso y busca la palabra precisa, con su “tono” adecuado (el tono, para él, no es musical, sino visual). Le rinde tributo a la figura mayor de la poesía del siglo veinte: la imagen visual. Puede o no formar metáfora. El mundo para él entra por los ojos. Y de los ojos pasa directamente al pensamiento, a la “memoria moral”, para formar un concepto.
            Pacheco es un poeta conceptista. Medita, y su meditación, más que persuadirnos, busca iluminarnos mediante el concepto. Su reflexión está armada de sutilezas. Dice en “Perduración de la camelia”: “Bajo el añil del alba flota en su luz/ la camelia recién abierta./ Blanco el no-aroma, blanco el resplandor,/ la perfección de su belleza: espuma./ Nube que se posó en la rama un instante/ para mirar el cielo desde aquí abajo,/ acariciar la luz del sol, habitarla y ser,/ a los tres días de su nacimiento,/ pétalos pardos que se desmoronan,/ polvo que se hace tierra y de nuevo vida.” (Los trabajos del mar 35). Aprehendemos a través de la imagen la belleza pasajera de la flor. Observamos cómo trabaja los matices lumínicos, cómo juega con los colores, y con los conceptos de nacimiento y muerte. ¿No sentimos acaso una tentación de llamarlo “neosimbolista”?
            José Emilio trata de escapar, como Paul Valery, del brillo momentáneo del discurso poético grandilocuente. Es un escritor “clásico”, en el sentido que Jorge Luis Borges daba al término, cuando lo oponía al de “romántico” (Borges, “La postulación de la realidad”, Obras completas 217-21). Borges quitaba a estos términos su sentido histórico específico y los transformaba en variantes conceptuales permanentes del oficio literario: el escritor romántico era el que buscaba expresar su subjetividad; el clásico ajustaba la expresión a su tema literario, contenía sus emociones y creía en la literatura más que en su valor individual. Pacheco escapa de la expresión por sí y para sí. Aún en los casos en que emplea en su poesía el monólogo dramático, como en “La prosa de la calavera” (Los trabajos del mar 25-29), su lenguaje es mesurado. Comunica sus ideas con claridad y concisión. Como poeta “clásico” y -- siguiendo la vena borgeana y su gusto por transformar ciertos conceptos literarios en categorías generales -- como poeta “simbolista” o “neosimbolista”, experimenta y juega con la historia literaria (como lo comprobamos en sus traducciones libres y en sus “Aproximaciones”). Puede transcribir en “¿Qué tierra es ésta?” (Los trabajos del mar 61-65) oraciones completas de cuentos de Juan Rulfo, con su lenguaje descarnado, y transformarlas, por su distribución en la página, en un poema. Es el ojo del poeta y su oído, su “atención enfocada”, lo que transforma la prosa en poesía. Este proceso no es mecánico; es espiritual.
El poeta huye del hablante lírico elevado. El sujeto poético de su poesía es siempre humilde, lúcido, amargo. Prefiere celebrar lo pequeño, aquello que otros poetas no vieron o no les interesó. Su don poético mayor tal vez sea su habilidad para encerrar en una imagen mínima una idea compleja, como cuando dice en “Después de la nevada”: “La sal sobre la nieve/ hecha de lodo/ que volverá a ser tierra.” (El silencio de luna 104). En otro breve “haikú” del mismo libro, “Río San Lorenzo (Montreal)”, homologa el transcurrir del tiempo al pasaje del agua, jugando con la antítesis barroca del fluir y la fijeza: “Caudal de hielo:/ se detuvo el río/ pero no el tiempo: fluye.” (104). Encontramos con frecuencia en sus libros imágenes inesperadas, sorprendentes y paradójicas.
            Pacheco cree en la poesía y en la capacidad creadora del individuo. Busca asociar el saber literario a la invención de manera equilibrada. Dispone espacialmente sus ideas, cuidando de crear un arreglo dinámico, plástico. Sus imágenes se alimentan del teatro de la memoria y del teatro de los sueños, los grandes compañeros de los poetas. En el teatro de los sueños se liberan sus fantasías, sus visiones peculiares de los animales, de la naturaleza. En el teatro de la memoria encuentra la historia vivida como horror y Apocalipsis. Elabora los conceptos con lucidez. Cambia el punto de vista e invierte el sentido mostrando un mundo contradictorio. Emplea paralelismos para establecer analogías entre sucesos naturales y hechos históricos, o entre la conducta de la naturaleza y la del ser humano, dirigiendo la atención del lector hacia el sentido moral (o inmoral) de la vida. El hombre es cruel y su historia lo demuestra. Los otros animales pueden ser tan o más crueles que el hombre.
En su poema “Los mares del sur” (Ciudad de la memoria 76-78) describe una visión que, en un primer momento, es casi idílica: su descanso en una playa junto al mar, mirando cómo nacen de sus cascarones cientos de tortuguitas. Pronto esta visión feliz se transforma. Mientras las tortuguitas emprenden su carrera hacia el mar y hacia la vida, que está allí muy cerca de ellas, las aves marinas se abalanzan desde el cielo, las atrapan y se las llevan para devorarlas. Comenta el poeta: “Llegan las aves. Bajan en picada/ y hacen vuelos rasantes y se elevan/ con la presa en el pico: las tortugas/ recién nacidas. Y no son gaviotas/ es la Luftwaffe sobre Varsovia./ Con qué angustia se arrastran hacia la orilla,/ víctimas sin más culpa que haber nacido./ Diez entre mil alcanzarán el mar./ Las demás serán devoradas./ Que otros llamen a esto selección natural,/ equilibrio de las especies./ Para mí es el horror del mundo.” (76-78). El poeta reúne en esta vívida imagen la experiencia terrible de la guerra y la lucha de la naturaleza. Desde su perspectiva está contemplando el horror (Olivera Williams 243).
            Pacheco observa la vida natural y el comportamiento social. Reflexiona desde un yo poético que trata de ser sensible a los intereses de todos: manifiesta simpatía hacia los otros seres humanos y compasión hacia el mundo. No es un poeta solipsista. En el poema “Recuerdos entomológicos” (1982) (Los trabajos del mar 34) describe el trabajo colectivo laborioso de las hormigas. Son un ejemplo de la lucha de las especies por la vida. Y concluye: “Desprécialas si quieres, o extermínalas:/ No las acabarás./ Han demostrado ser sin duda alguna/ mucho más previsoras que nosotros.” (54). En otros poemas comenta episodios históricos o míticos, valiéndose de monólogos dramáticos en que hace hablar a un personaje, como en “Navegantes” (El silencio de la luna 28), y deduce de estos lo que es relevante para el autoconocimiento del hombre, expresando el sentido común de una sociedad angustiada. En ese poema los compañeros de Ulises confiesan su decepción: después de tantos años de navegación no han logrado regresar a Troya. ¿Y qué buscan finalmente, la isla? Esta búsqueda parece haber quedado relegada a un segundo plano. Lo importante en ese momento para ellos es llegar a un “puerto” donde esté la madre-amante deseada, capaz de adormecerlos entre sus brazos, que son también los brazos de la nodriza fatal: la muerte. Dice el poema: “Combatimos en Troya. Regresamos/ con Ulises por islas amenazantes./ Nos derrotaron monstruos y sirenas./ La tormenta averió la nave./ Envejecimos entre el agua de sal./ Y ahora nuestra sed es llegar a un puerto/ donde esté la mujer que en la piedad de su abrazo/ nos reciba y nos adormezca./ Así dolerá menos el descenso al sepulcro.” (28)
            El mundo se despliega ante el poeta y en él lee el destino común del hombre. Como las hormigas, el hombre es un ser social, y la sabiduría de la especie supera la sabiduría del individuo. El animal humano amenaza el equilibrio biológico. Su conciencia de sí es trágica y su voluntad de poder destruye el orden natural. Sin embargo, de este juego, de su lucha por dominar a la naturaleza y a su naturaleza, extrae el hombre el sentido de la vida. En “Retorno a Sísifo”  (El silencio de la luna) dice el poeta: “Piedra que nunca te detendrás en la cima:/ te doy las gracias por rodar cuesta abajo./ Sin este drama inútil sería inútil la vida.” (27)
            Hay algo consolador y convincente en los poemas de José Emilio Pacheco. Es un poeta pesimista. Pero el mundo que describe es el nuestro. Esos seres crueles que nos muestra somos nosotros. Nos reconocemos como en un espejo. Por eso al leerlo sentimos que nos está diciendo la verdad. No pretende enseñarnos. Nos dice algo sobre nuestra naturaleza que todos íntimamente sabemos y que preferiríamos ignorar. Somos crueles, somos destructivos. La historia de la humanidad es una historia de violencia y de guerras. Con su poesía hacemos nuestro “mea culpa” y reconocemos nuestras faltas. Su meditación nos conmueve por la sutileza de su lenguaje y por sus imágenes. Pacheco nos ofrece, en la poesía contemporánea, una voz seductora y una modalidad poética que se abreva sabiamente en la historia literaria de nuestra lengua. (A diferencia de los modernistas, no se apoya en modelos franceses: la poesía en español cuenta, en el siglo XX, con el conjunto más extraordinario de poetas que hayamos tenido desde el Renacimiento.) Emplea, casi siempre, el verso libre, burilándolo con la exquisitez de un artífice y, como buen “clásico”, trata de ocultar su oficio de maestro. Pone en práctica algunas de las lecciones poéticas que nos diera Antonio Machado: el poeta auténtico busca ser recordado por el “temple” de su verso, por su fuerza y su sencillez, y no por el barroquismo o pintoresquismo de su imagen (Machado, “Retrato” 136-7).
            En su libro de versos El silencio de la luna, 1994, en la sección titulada “Circo de noche”, experimenta con monólogos dramáticos. Ve lo poético en lo cotidiano. Lo extraordinario puede estar presente en cualquier cosa, por modesta que sea. No desvaloriza lo elevado, sino que eleva lo bajo. El ser humano, parece decirnos, es un animal “anormal”, y por eso su moral es tortuosa. Los personajes del “Circo de noche” son seres torturados y extraños: el domador, la trapecista, los payasos, el niño-lobo, el contorsionista, los enanos. Hay en ellos una humanidad y una conciencia del fracaso que es la de todos nosotros, en nuestros momentos de contrición y lucidez.
            José Emilio Pacheco es un poeta que revalora la lectura y el estudio de la poesía, aleccionando con su ejemplo a los poetas más jóvenes. La poesía para él es primero contenido, y luego forma. El poema empieza por ser una visión, una imagen que desfamiliariza el mundo en que vivimos, mostrándonos aspectos insospechados. Medita sobre nuestras fallas y nuestros errores en el siglo que ha terminado: hemos destruido más de lo que hemos construido y no hemos avanzado en el conocimiento de nosotros mismos. Nuestra pretendida superioridad es un autoengaño.
            En los comienzos del siglo veintiuno sentimos que la poesía es un arte en silencio: no percibimos su liderazgo. Aparece (y espero que no por mucho tiempo) como un género aislado, que no ha podido revolucionar su forma o su contenido. Sus propuestas estéticas son limitadas. Nos falta aún una expresión artística joven y renovadora que inaugure el nuevo siglo. Mientras tanto, siguen resonando los aportes de las grandes voces poéticas de la segunda mitad del siglo XX. José Emilio Pacheco es un poeta finisecular que se destaca por su sinceridad y la nobleza de su mensaje, y se ha ganado un lugar de privilegio en la poesía de nuestra lengua.   

[1] El Realismo Socialista se desarrolló a partir de la propuesta del aparato cultural de la Unión Soviética durante la década del treinta. Poetas brillantes de Hispanoamérica como César Vallejo (Poemas humanos, 1938) y Pablo Neruda (Canto General, 1950), se adhirieron a su propuesta. Durante la segunda mitad del siglo, en que el avance político de los regímenes socialistas y nacionalistas en Hispanoamérica legitimó la poética realista socialista como la expresión más adecuada para proyector los intereses sociales de los poetas en el público lector y elevar su conciencia social, este tipo de poesía alcanzó extraordinaria actualidad y brilló en la obra de Roque Dalton y Ernesto Cardenal, entre otros.
[2] La táctica político-militar foquista contó con numerosos simpatizantes y adeptos entre las juventudes cultas y universitarias en el continente americano, y tuvo gran repercusión en sus vidas, ya que muchos jóvenes talentosos, como el mismo Roque Dalton, encontraron la muerte en ese sueño de liberación, que fue también una aventura de intelectuales y artistas pequeño-burgueses. Estos sintieron que podían transformar rápidamente su mundo imponiendo su subjetividad y voluntad, gracias a la interpretación monolítica e inflexible del racionalismo marxista, que prometía un control perfecto de la realidad y de la historia.
[3] Esto diferencia a Pacheco de los artistas marxistas revolucionarios, llenos de optimismo y fe histórico-materialista. Las instituciones políticas marxistas demandaban el “compromiso” político de artistas y poetas para acelerar el triunfo de la revolución social mesiánica, que prometía liberarnos a los hispanoamericanos para siempre de toda injusticia y opresión, de toda explotación y abuso de poder.
[4] El ser humano es maestro en la creación de dioses e ídolos, y estamos trabajando, consciente o inconscientemente, para crear ídolos nuevos. Mientras tanto, tratamos de purgar nuestras culpas. Porque este arte, que es arte de “mea culpa”, es saludable: es una catarsis en que tratamos de expulsar nuestras malas pasiones. ¡Ay del mundo cuando nos sintamos limpios e inocentes otra vez, y armados de sueños originales, corramos nuevamente, llevados por nuestra fe y nuestro delirio, hacia catástrofes seductoras, lúcidas y mesiánicas!

 Bibliografía citada

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Publicación:  
Alberto Julián Pérez. “José Emilio Pacheco: 
una poética para el fin de siglo.” 
Revista de Literatura Mexicana Contemporánea 
No. 7 (1998): 39-51.





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